Por Fernando Zarama ( autor invitado)
Roberto, mi hermano mayor, desencajado me grita:
“mentira son inventos tuyos, nuestro abuelo Rafael no era hijo del arzobispo, era su sobrino”.
Roberto se creía el guardián del honor de la familia, no le interesaba encontrar la verdad de los ancestros, más cuando pueden ser asuntos no bien vistos por la sociedad.
Me tenían sin cuidado esos prejuicios, inicié la búsqueda de los orígenes remontándome a 1957 cuando el papado elevó a Arquidiocesis la Catedral del Espinal, designando Monseñor a Jacinto Vásquez Ochoa. Como en muchos pueblos los curas tenían hijos, el nuevo Monseñor ya tenía un hijo con una de las monjas del convento que auxiliaban la catedral.
El niño fue criado sigilosamente bajo la cobertura de ser sobrino del arzobispo, recibió el apellido de monseñor, para presentarlo como hijo de su hermano. Se oían los gritos del niño:
“mamá, mamá”
Cuando corriendo en los pasillos del convento encontraba una monja y se le lanzaba buscando pegarse a sus pechos para alimentarse. No podía ver un pingüino en televisión o dibujos, porque se exaltaba llamando a su mamá.
El joven Rafael Vásquez creció, a pesar de todas las advertencias de su padre, al estar viviendo en el convento le fue fácil abusar dos veces de unas novicias, en la última ocasión se creó un escándalo que le dio mucho trabajo ocultar a Monseñor.
Rafael desafió a su padre y se negó a rectificar, por lo cual Monseñor rompió relaciones con él, lo sacó del convento y lo envió lejos, a trabajar en la finca de unos familiares en el departamento del Huila, allí aprendió las lides agropecuarias, especialmente se desempeñó de chalán como domador de caballos, una década después viajó al sur de Colombia a buscar nuevos horizontes.
En el alto del Putumayo, donde queda el valle de Sibundoy, trabajó en ferias ganaderas y equinas; allí conoció a Rosa María Paredes, hija de una gran familia de terratenientes, heredera de unas fincas ganaderas que quedó prendada de él. La relación no fue fácil, la familia de Rosa no lo aceptaba, su romance fue a escondidas y decidieron casarse en secreto en la ciudad de Pasto, capital del departamento vecino.
El matrimonio vivía entre la ciudad de Pasto y las fincas ganaderas de doña Rosa en el Putumayo de las cuales él se encargaba, dándose una vida bastante holgada; tuvo cuatro hijas todas mujeres: Graciela, Carmenza, Lilia y Ensa.
Rafael era reconocido por la generosidad con los amigos que hizo en las ferias ganaderas y su afición al alcohol. Durante su permanencia en las fincas del Putumayo desarrollo una relación afectiva con Joaquina, una indígena catarrana que prestaba servicios domésticos; finalmente después de diez años el matrimonio terminó con la huida de Rafael al centro del país con su enamorada. La partida del sur, llevándose el producto de la venta del ganado y los ahorros, dejó a Rosa en una difícil situación económica para atender a las cuatro hijas, sin embargo no quiso instaurar ninguna acción legal contra él y salió adelante con el apoyo de sus hermanos, ya que Rafael se desentendió totalmente de sus hijas.
Rafael vivió con la india catarrana hasta que se agotaron los recursos que se había llevado, entonces ella se fue con otro hombre más joven y productivo, dejándolo en la inopia y la soledad. En los años siguientes Rafael vivió precariamente con la ayuda de un primo de monseñor, hasta que enfermó de tisis, no siguió haciéndose cargo de él.
Viejo y enfermo Rafael acudió a su padre Monseñor Jacinto Vásquez, pidiéndole perdón por sus errores y clamando su ayuda; la situación era complicada, Rafael estaba muy enfermo, se estaba muriendo y él era muy mayor, se encontraba tramitando el retiro de la arquidiosices, así que acudió a las monjas más viejas del convento que lo conocieron en su juventud, para que lo recibieran y cuidaran en sus últimos días.
Rafael agonizante no podía alimentarse y lo único que recibió hasta su muerte fue la leche materna que le ofrecían algunas de las monjas jóvenes. La muerte de Rafael y Monseñor fue al mismo tiempo y quedó sellado el secreto, salvo por la curiosidad de uno de los hijos de Ensa, la menor de sus cuatro hijas quien descubrió su vocación espiritual en su ancestro cardenalicio y reconoció a Monseñor Jacinto Vásquez Ochoa como su bisabuelo.

Soy un humanista pastuso, rebelde y dedicado a la espiritualidad; siempre he escrito privada y anonimamente desde mi retiro pensional.
PD. Estos escritos son una muestra de ejercicios realizados en el taller de escritura: narrativas autorreflexivas una apuesta por lo cotidiano. Abril—Mayo 2023. Educación Continua. Pontificia Universidad Javeriana.