Un viaje a mi propia cama en una noche de insomnio

Ramiro Ventura ( autor invitado)

Son cerca de las diez de la noche y me encuentro dando vueltas por la casa, ya he cenado y sigo dilatando la ida a la cama; pues noche tras noche, me enfrento con el mismo dilema: la imperante necesidad de dormir y la lastimosa incapacidad de conciliar el sueño. Luego de haber extendido los rituales que preceden al momento de acostarme lo suficiente para evitar irme a dormir con la insoportable música que cada noche entra desde la calle obstaculizando mi ansiado descanso, me decido a hacer el intento. 

La bulla de Medellín me eMPelota… así con “m” bien sonora, bien marcada. Me empelota a lo porteño, no como Hebe Uhart nos cuenta que se empelotan los colombianos. Ergo, la bulla de Medellín me empelota, me da por las pelotas, me rompe lisa y llanamente las bolas. Nada más exasperante que sentir cansancio, tener contadas las horas hasta que el despertador vaya a dar inicio al día siguiente y que no pueda uno pegar un ojo. También pudiera empelotarme, ahora sí a lo colombiano: me gusta dormir en pelotas. No soy pudoroso con mi cuerpo y las sábanas se sienten como una rica caricia sobre la piel.

Que rico se sentiría ahora una caricia. Una mano cálida, áspera y de toque firme pero gentil que no sea la mía y que acaricie mi espalda, mi pecho y se funda conmigo en un abrazo. La cama se siente vasta, extensa, increíblemente desierta cuando uno “duerme” solo. Un desierto árido como en el que Clarice Lispector sitúa a Martin, pero en vez de hablar con piedras mi diálogo es con la almohada, en la que ahogo gritos sordos de frustración mientras intento callar la bulla ¡La maldita bulla!.

De repente había logrado dormirme. Me doy cuenta porque despierto en pleno silencio… la luz  entra tenue por la rendija que dejé al bajar la persiana y se refleja contra las paredes de la habitación en un tono azulado, frío, vacuo, estéril que exacerba todavía más la soledad que se hizo presente estos últimos días de mi estancia en Medellín. Días lejos de mi marido y plagados de despedidas, ciclos que se cierran y el eclipse lunar que más que eclipsar trae luz a aspectos en mí que mueren y renacen y vuelven a morir para una vez más hacerme renacer. Resulta que ahora el silencio es más ensordecedor que la bulla. El desierto se ha vuelto terreno fértil en el que germina pensamiento tras pensamiento como hongos que proliferan en la fruta podrida. Lo bello y paradójico de esto es que lo que queda atrás de esta descomposición, es alimento para dar nueva vida al espíritu.

¿Serán las doce?, ¿o la una? No quiero mirar la hora para que la ansiedad no se aferre de las agujas del reloj provocando que de vueltas en círculos sucediéndose unos a otros como eslabones de una cadena de caída en espiral,  incitando tal mareo mental como una vomitadera de recuerdos, proyectos e imágenes, todos revueltos e inevitables. La extensión de la cama me permite dar vueltas acompasando mi cuerpo a la caída libre que se suscita en mi mente, intentando callar la bulla. La maldita bulla.

Pretendiendo bajarme de este carrusel de insania, me acuesto boca arriba, en posición anatómica y llevando las manos al bajo vientre para sentir el ritmo de la respiración. Ahí logro mecerme y arrullarme como un niño. Los pensamientos siguen, pero al menos ahora son un goteo que golpea fuerte contra mi pecho. Ese niño que necesitaba una caricia. Muevo una de mis manos hacia allí y sentir su peso me conforta. Me despatarro un poco, dormir tipo momia egipcia es un poco freaky -un poco control-freak más bien.

Saco una pierna debajo de la cobija y la otra… cuando no duermo solo me tengo que conformar con asomar apenas una. Es curioso como el cuerpo genera así su homeostasis. Ni tan frío ni tan caliente. Las partes pudendas las dejo cubiertas, ¿pudendas?, digamos pudientes mejor. Más vale darle poder y no quitárselo. Ya suficiente nos han arrebatado; solo con pensar en la pobre María que nunca pudo experimentar el placer de su sexo y hasta al parir le negaron ese placer, me consuela pensar que mis frustraciones son apenas un puñado más entre las incontables que generación tras generación hemos venido arrastrando ¡Cuanta negación, tanto dolor!. 

Recuerdo haber soñado a mi abuela, más no esta noche sino durante una siesta, una década atrás, era verano y tenía resaca de haber salido de juerga la noche anterior. En el sueño yo era ella, o más bien ella era ella, pero yo habitaba dentro suyo viendo a través de sus ojos, pensando lo que ella pensaba, sintiendo lo que ella sentía. Ella estaba sola estaba en su casa -que no era la suya en verdad o al menos no la que llegué a conocer- pero se sentía propia, un espacio seguro, su pequeño edén en el que regaba sus plantas y hablaba con ellas. Mientras tanto, aunque ignoraba que tras la puerta principal de entrada a la casa deambulaba, merodeaba, acechaba una presencia, o varias por cierto, esperando oportunidad de intempestivamente entrar, podía presentirla(s) y su presentimiento la agobiaba, le quitaba el aire y le creaba angustia. Yo encerrado en su cuerpo, ella encerrada por su temor.

Pensándolo ahora, más de una década después, entiendo que el acecho no era otro que el de sus recuerdos que la eludían o memoria que ella misma elegía evadir. Entrar en el olvido fue quizás su salvación, su reparo, su refugio, su forma de encontrar la paz con todo lo que le fue negado, con todo lo que le causó dolor. No bastó con perder una madre, sino que tuvo que perder dos. Amores le fueron negados por socialmente no tener posición. Dedicarse a su marido y criar una familia, entiendo le supuso también más de una frustración. Eso sí, podría verte a la cara sin saber quién sos pero una poesía entera recitarte sin vacilación. En sus labios sentí decir tantas veces las palabras de Amado Nervo: “…yo te bendigo, vida, porque nunca me diste ni esperanza fallida, ni trabajos injustos, ni pena inmerecida…” y en la distancia hace eco más como una expresión de deseo que una certeza.

Poco fue quedando de aquella joven, de piel tersa y sonrisa radiante que emanaba picardía y sensualidad por sus ojos. “Podría ser una estrella de Hollywood”, decía ella orgullosa al enseñarme su fotografía; un retrato de sus años mozos, con la cabellera castaño oscuro peinada para la ocasión y su postura, seguramente ensayada por días junto a sus hermanas, le daba un aire de elegancia y distinción. En el tiempo, conservo su gracia y coquetería, siempre preocupada por su apariencia, pues bajo el signo de libra había nacido, aunque su personalidad se endureció con el correr de los años haciéndola cada vez menos diplomática, llegando incluso a tener un carácter firme y desafiante.

Hacia sus últimos días, la piel tersa se había marchitado. Arrugada y manchada colgaba de los huesos, de sus manos con los dedos índices largos y finos, torcidos en la última falange de tanto haber tejido. Su mano derecha se enhebraba bajo su axila, como si buscara pellizcarse o aferrarse a algo que la mantuviera conectada con lo que su alrededor sucedía. O capaz, era todo lo contrario y deseaba acurrucarse en posición fetal y volver al inicio, sumiéndose en un sueño eterno. Entre los pliegues de su rostro todavía escondía su belleza innata que tanto presumía, pero la presencia en sus ojos estaba apagada, distaba de irradiar la sensualidad o la vehemencia que en algún tiempo la caracterizaba, aunque si transmitía una contundente dulzura que  penetraba muy profundo en una suerte de complicidad y que reemplazaba su ausencia de palabras. Aún así, nunca lograremos descifrar que significaba, yo lo sentía un adiós lento; confirmación de que estaba todavía ahí, de que todavía nos reconocía en lo que paulatinamente se perdía en las profundidades del abismo.

El límite entre sueño y vigilia es ahora difuso. Vuelvo a mí. Vuelvo a la amplitud de esta cama. Vasta, vasta, vasta es esta cama y me pregunto cuánto de mi abuela vive en mí hoy, que así sea acompañado o en soledad las noches de insomnio en la cama me llevan a encontrarme con mi propia insatisfacción. Vasta es la cama cuando se me encoge el alma por un enojo, dejando expuesto un pequeño niño roto que hace herida en carne la desilusión, buscando esconderse en su caparazón del mundo para que nadie note su pena y al mismo tiempo esperando que otro venga rescatar su corazón. Pero no hay nadie más. Nadie más que yo. La vasta cama y yo. 


Ramiro: soy un ser en movimiento y transformación. De mente racional, espíritu apasionado y carácter sensible, persigue interrogantes buscando develar el misterio de la vida. Su intención es crear consciencia y acompañar procesos de crecimiento personal.

PD. Estos escritos son una muestra de ejercicios realizados en el taller de escritura: narrativas autorreflexivas para acompañar la vida. Año 2022. Educación Continua. Pontificia Universidad Javeriana.

2 respuestas a «Un viaje a mi propia cama en una noche de insomnio»

  1. ¡ Qué gran aventura la de esa noche que no pudiste dormir !: La soledad de la cama, el tic tac, la bulla alocada de Medellín, los cambios de posiciones para poder dormir, tu abuela, tus heridas. Gracias Ramiro por tu relato tan intimista e interesante.

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