No escribo relatos. No escribo novelas. No escribo novelas cortas. No escribo obras de teatro. No escribo poemas. No escribo novelas policiacas. No escribo ciencia ficción. Escribo fragmentos. No cuento las historias que he leído o las películas que he visto, describo impreciones, formulo juicios”.
Éduard Levé
Algo parece incomodarnos cuando surgen cuestiones como: ¿La ficción es el fin de toda escritura madura? ¿Para qué crear ficciones, construir historias, apelar a la imaginación como recurso? Sentirnos imposibilitados para la ficción no anula la necesidad vital de crear, construir y creer en las historias; incluso cuando estas historias apelan a la razón del “sí mismo” y sus potenciales autonarraciones se entienden como sostén de una posible identidad, de una conjetura del ser; es así como, al creernos alejar de la ficción volvemos a hallarla en el simbolismo subjetivo, en la esperanza del sentido, en la escritura cotidiana, esa que con tanta vehemencia, instauramos como espacio de veracidad. La línea entre la ficción y la realidad que habitamos se acercan cada vez que creamos una historia, inevitablemente le abrimos un espacio a lo inverosímil; no importa que tan conscientes estemos o no de esto.

Los niños se cuentan historias
Pero, para que comprendas, para darte mi vida, debo contarte una historia, y hay muchas y muchas historias , historietas de infancia, historias de colegio, historias de amor, de matrimonio, de muerte y tantas otras, aunque ninguna de ellas es verdad. Sin embargo, igual que los niños, nos contamos historias y para adornarlas componemos ridículas, flamantes y hermosas frases. ( Woolf: 1980, 229)
La vida del diarista, el agente anónimo, se convierte poco a poco en su propia autoficción, en una historia, para sostener, para crear, condimentar, cuidar del yo, evitar que se derrumbe en las horas. El diarista sobrelleva la tarea de impulsar la ficción del si mismo, y persevera en el anonimato, porque se niega a ser ficción para los otros. Pero aquí están las historias esparcidas como cuadros por la vida, historias que sostienen, alimentan y apoyan nuestra existencia como individuos, creando la razón de lo comunitario; las creamos para darle a nuestra vida credibilidad, un contorno de creencias, instantes de solidez; porque de lo contrario, si desistimos drásticamente de narramos, corremos el riesgo de desaparecer y de no existir ni siquiera para nosotros mismos: he aquí la potencia y el quiebre de la ficción.
Un lenguaje de fragmentos
Cuán cansado estoy de historias, cuán cansado estoy de frases que descienden hermosamente y posan todos sus pies en el suelo…Y, también, cómo desconfío de estos limpios esquemas de vida trazados en media cuartilla. Comienzo a desear un lenguaje menor, como el que los enamorados utilizan entre sí, lenguaje de palabras rotas, apenas articuladas, palabras como el sonido de pasos en el pavimento. (Woolf: 1980, 230)
El locuaz Bernard proclama en la ficción monológica de Las olas, por allá en los inicios del siglo XX el agotamiento de las grandes narraciones, y al parecer muere lo decimonónico en el instante en que todo empieza a sobrar: la retórica, las certezas proclamadas, los inventarios, las descendencias, la vida blanda y establecida, la fe en el progreso de la historia, la confianza en la palabra párrafo, en la palabra continua, la palabra historia.
El lenguaje “menor” es amigo de los géneros “menores”, esos géneros que precisamente pretenden reconstruir el fragmento de las vidas, y se precian de tomar distancia de los grandes relatos; sin embargo, ¿qué significa un lenguaje menor?, ¿dónde hallarlo o cómo inventarlo?
Bernard ya desnudo de intenciones, él mismo vencido y cansando de parlotear sin descanso, reclama un lugar en la página para historias fragmentadas, confusas y contradictorias. Las dueñas de la página son las premisas “menores” y su desafío es dialogar con la muerte, reclamar una existencia entre umbrales, enseñarnos a leer y crear en trozos, en trámites que interrogan el origen; porque un lenguaje menor es un lenguaje de orígenes, donde el silencio se expande complacido.
- Woolf, Virginia (1980). Las Olas. Editorial Bruguera, España.