Por: Menta (autora invitada)
El colegio, dizque lo que llaman con honores el Segundo Hogar, es el escenario. Para Delicia, eso y el infierno fueron lo mismo durante su primera infancia, esa que marca y estampa la vida como con hierro forjado.
“Deli” como la apodaban los profesores, es el hazme reír, la muñeca de trapo que zarandean por cada esquina de los pasillos y el campus del colegio, para una pandilla de niñas y niños tan majos como desalmados.
Lo que para “Mila”- como llaman a la mamá de “Deli” – ella era un manjar, un bombón de pasarela y deleite, para sus compañeros, era el payaso – triste – de la fiesta.
El jardín infantil Paraíso Naciente se ufanaba de ser estricto, pero también de prodigar un pensamiento liberal y de pechichar a sus niños. Era un espacio para aprender sin dolor y divertirse, como saboreando mantequilla de maní y pistacho.
Los estudiantes no usaban uniforme y a la pequeña Delicia la vestían exquisitamente con lo que la modista de cabecera le cocía, diseñado con esmero y dedicación por mamá “Mila”.
Su closet o santuario, compartido con sus tres hermanas Dimitri-Casanova, rebosaba de diseño, buen gusto, colores y estilos varios. Sombreritos, zapatillas, faldas très coquettes, tenis de colores, medias traídas de Japón y moños de terciopelo o algodón, a tono con las pintas de cada ocasión.
Las niñas Dimitri siempre estaban a la moda, o incluso un paso delante de ella. Tan es así que en el entorno cercano a la familia, les copiaban con fino bisturí las pintas y hasta les pedían la ropa prestada. Su mamá muy linda y elegante ella, sacaba pecho con sus tres Muñecas.
Pero el pecho de Delicia sí se hundía hasta el fango. Un día, lo recuerda como si fuera ayer, y de esto hace ya medio siglo – pero no por ello hoy se le deja de erizar, sin recato, su curtida piel- llegó feliz a su segundo hogar, su primer infierno, con un vestido hermoso de algodón de cuadros blancos y azules, del tono de sus ojos, medias blancas bordadas con las iniciales DDC, sostenidas por unos mocasines de antes, diadema de seda y, cómo no, calzones bombachos de cuadros azules y blancos, con encajes que casaban perfectamente con su atuendo.
Como que era un viernes de 1966 y la familia Dimitri tenía una misa oficial en la Catedral Primada, para un muerto dizque ilustre, de esos de pedigris bogotanos con olor a naftalina.
La falda de “Deli” de unos veinte centímetros, acorde con su edad y altura, dejaba entrever aquellos bombachos y sus pliegues de encajes. Ella se sentía a gusto con ellos; eran algo propio del estilo impregnado desde siempre, o sea eran más de lo mismo, tan sencillo como usar zapatos.
Pero, y entonces ¿por qué las niñas malas soltaban carcajadas lapidarias, la señalaban con dedos inquisidores y con burlas permanentes? No era la primera ni la última vez que harían eso y para la pobre Delicia se convirtieron en el pan de cada día.
Esa mañana, espantosa para ella por su dureza, se metió al baño a llorar desalmadamente; era una mocosa de escasos seis años. Humillada y con su corazón vuelto trizas, «Deli» se quita los calzones, como quien desecha un mal augurio, y con la obvia inocencia de esa edad envidiable, los bota al inodoro, convencida de que esa pieza de arte hecha con tanto amor y orgullo por su mamá, desaparecería para siempre, iría a parar a la cañería del barrio como por arte de magia, gracias a la fuerza de gravedad causada por un suspiro vociferado del sifón al soltar la cisterna.
Se acababa de liberar para siempre de ese trofeo, o eso creía ella de buena fe, de esa cruz que le atravesaba con un cuchillo su hermosa cotidianidad de niña.
Suena el dulce cascabel de las diez de la mañana. Es la campana que recibe a todos los niños, felices para gozar del recreo, las medias nueves y el juego; ¿el preferido por todos? El rodadero de colores del arco iris, en forma de caracol.
Delicia, como las demás niñas y niños -sus amiguitos-, se quiere subir ya al rodadero de acero; la prueba reina es deslizarse como granadilla y con las manos arriba en señal de victoria. Todos gritan ansiosos por jugar y ganar, pues el premio será capar con permiso y aplauso de los profes, dos horas de clase, para lo cuál sus papás los recogerán con serpentinas.
“Deli” se trepa radiante al caracol. “Voy a ganar y mi mamá Mila me espera, iremos a la Catedral a la misa a despedir al señor importante y después en teleférico a Monserrate” , se repite una y otra vez Delicia.
Hacía tanto calor ese día que, ya sin bombachos, se le pega la piel al metal hirviendo; su colita sangra, arde, se quema; sus muslos titilan de fiebre, están rojos como melones maduros. Son sus cachetes que suplican compasión.
«Deli» llora a moco tendido y la llevan a la enfermería. Allí se dan cuenta de que la niña no traía ropa interior. Delicia prefiere ir al desnudo que la burla inclemente de sus amiguitos.
Llaman a la mamá, la recoge en el colegio. «Deli» recuerda que nunca fue a la misa ni a Monserrate en funicular con su abrigo de terciopelo azul para las ocasiones especiales, y lo peor de todo, que nunca se ganó el premio ni siquiera de consolación; pero sabe que ese día, fue uno de los peores de su dorada niñez. ¡Tanto que esa escena aparece como un monstruo horroroso, peludo y con colmillos, permanentemente en sus sueños! Es una tortura.
A punta de golpes y desaires desalmados de los otros, Delicia aprendió que en la vida es mejor caminar por el sendero de la discreción, a veces incluso a solas y en cuclillas, sin hacer aspavientos.
Con los años, para protegerse de situaciones difíciles, comprometedoras y expuestas al público mordaz e inhóspito, le tocó aprender a defenderse solita, como hacía ya más grande en bachillerato en el colegio – llamado irónicamente – La Misericordia, recinto forjador de valores y dizque de felicidad, menos para Deli, su calvario, en donde estudió doce eternos años.
Y así, a veces, como montada en una montaña rusa, incluso hoy, hecha ya toda una señora, se enconcha en si misma en una coraza, huyéndole a lo que para ella son desalmadas humillaciones. Se esconde como hacen los caracoles de invierno entre su caparazón; esos bichos que le metían sus amigas en el pupitre, para aterrorizarla cuando regresaba del recreo sola, porque para completar el martirio, no tenía con quién jugar ni almorzar.
Evoca en ese sueño espantoso que le taladra la paz y que jamás acaba, que era tal su pánico espeluznante en el colegio, que en varias ocasiones le tocaba transar entre recreo en el verdoso campus, o sapos en su pupitre de madera, optando por renunciar a ese espacio sagrado del ocio. Se quedaba íngrima sola en el salón, para evitar a toda costa el terror que le causaba encontrar esos animales babosos con antenas diabólicas, o a los sapos, entre sus cuadernos de hojas a cuadros.
Se despierta asustada sudando. Son sus colegas del trabajo que le meten en el escritorio sapos gigantes y venenosos, esos que para ella son siempre monstruos invencibles; sus fantasmas de marras.
Cuando hoy se conecta ipso- facto con ese abominable hecho, la pobre señora, a pesar de sus canas, entra en estado de pánico al toparse con algún sapito inofensivo en el campo y en los estanques.
Si; Delicia fue creciendo; los bombachos tomaron diversas formas y sinsentidos, y como en un salpicón y a retazos, ella los guarda en los anaqueles de su memoria, ya no tan despavorida, pero si con una rara tristeza que le carcome a veces los tuétanos.
Cuenta su mamá que de ella también se burlaban en el famoso colegio, porque “Mila” asistía tanto como Delicia, Su Delicia. Siempre iba a poner quejas, a defenderla y sufría tanto o más que su hija.
Con los años Delicia supo, porque se lo contó hoy una de sus mejores parches, que era que le tenían envidia, porque dizque ella era algo así como medio bonita, estudiaba bastante, le iba bien en las clases, tenía un papá cercano a lo prestante, con cierta holgura económica fruto de su trabajo, viajaba por distintos países, tenía una casa de campo hermosa, y ya más tarde, tenía novios variopintos, por lo que nunca comió pavo en las fiestas.
O sea, le envidiaban a ella hasta su original nombre que evocaría un caramelo, por que valga la pena aclarar, la sabrosura, “delicias” y deleites de los otros, a veces causan una piquiña que colinda con esa insoportable urticaria que produce ronchas, ojalá fuera no más que en el cuerpo, sino sobre todo en el Alma.
“Nadie sabía con la sed que otros vivían”, se sigue repitiendo aún hoy Delicia, en esas noches de insomnio y de sueños para ella macabros.
Pues sí; fruto de esas horribles vivencias y malas pasadas, Delicia Dimitri Casanova hoy sigue padeciendo una desconfianza rotunda en ella, sufre de miedos y se le siguen apareciendo esos demonios y fantasmas en forma de pesadísimos cocos ¡de cemento! que le invaden su ser, su Todo, su Vida.
Delicia cree además que por eso hoy aborrece todos los gimnasios, porque los asimila a recreos, así como detesta la ropa a cuadros y no puede escribir sino en cuadernos de rayas.
La envidia corroe el alma de quienes la padecen, y salpica sin compasión a los victimarios. A Delicia le quedan rezagos, estragos y profundas cicatrices, las cuales solo desaparecerán – se dice ella misma en voz alta – quizás cuando vaya a parar a una fosa común, con todos los mortales, en donde todos serán iguales, con o sin bombachos ni arandelas.
PD. Estos escritos son una muestra de ejercicios realizados en el taller de escritura: narrativas autorreflexivas para acompañar la vida. Noviembre- Año 2022. Educación Continua. Pontificia Universidad Javeriana.