Edilma Posada ( autora invitada)
¿Cuán amarga podrá ser la separación de los padres?, no lo sé, no había nacido cuando sucedió. Tal vez podría nombrar el sentimiento al enterarme que fui la causa, pero es indecible, incomprensible: “si te vuelves a embarazar te dejo” , fueron sus palabras a la mujer que ya contaba con tres hijas, varios embarazos fallidos y dos hijos muertos por las limitaciones sanitarias del momento y lo remoto del lugar. Pese a todo aquello, sin esperarme, he sido y es posible que tampoco yo lo deseara, pero llegamos a este mundo sin ninguna opción.
Desde entonces, cuatro niñas al cuidado de la abuela y una madre desconocida que trabajaba en el mercado como cocinera, unas 15 horas al día, los siete días de la semana. Es difícil recordar a qué edad empecé a reconocer a mi madre, la memoria me muestra vagamente los esfuerzos por no caer dormida, no sin antes observar aquella inmensa figura asomada en mi toldo sin hacer ruido, difusa por las oscuridades de aquel tiempo; un ritual en el que esperaba participar, con la curiosidad de encontrar un rostro, pero con el temor que se tiene siempre ante lo desconocido. Aunque escuché en repetidas ocasiones que era “mamá”, no podía llamarla de esa forma, para mí era solamente Ella.
Con algunos años logré vencer el sueño temprano, ahora la inmensa figura de Ella se asoma en el horizonte dibujado desde el patio trasero de la casa de la abuela, el lugar que por muchos años fue el epicentro de las tertulias y reuniones familiares. Alcanzo a notar su cansancio en los apresurados pasos; sin embargo, no podía dejar de saludar a los vecinos que cada noche desde sus aceras o ventanas la veían pasar. Al fondo del escenario, estaban Martina y Leandro, más adelante y quienes más retrasanban su llegada eran Dilia y Miguel Ramírez, doña Maruja, la mamá de los cachacos (quienes realmente eran paisas), las hermanas Íven y paisana Omaira, al frente doña Irene con su hija La Ruca y su yerno Micaelo, y finalmente está Doris, ubicada justo antes de tomar la pendiente que la eleva hacia los suyos, como si de recibir el premio por terminar una carrera se tratara.
Mis hermanas y mis primas no podían esperar tanto; cuando Ella aparece en esta escena se activa siempre una algarabía que antecede la carrera hacia su encuentro, rodeada, no hay otra alternativa, más que entregar la mochila, aquélla que en algún tiempo fue tejida con bolsa plástica y en otro con hilo o lana traía en su interior un preciado tesoro; era un porta repleto de la comida que Ella preparaba. El valor de este tesoro aumentaba porque representaba la única comida del día, debido a la precaria paga de Ella en el mercado y del tío Carlos con la agricultura y el bareque, mi tío, quien había sumado dos niñas más al cuidado de la abuela, luego de quedar viudo con el nacimiento de sus gemelos, que en poco tiempo no soportaron la ausencia de su madre.
Con mala alimentación, padres ausentes, al cuidado de abuelas cansadas por sus luchadas vidas y con educación forjada por becas; así sobrevivimos algunas personas, a otras les ha tocado peor. ¿Existirá alguna justificación para evadir la responsabilidad? Mi padre tuvo la suya; Lucas 8:19-21 “… Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra”. Él se permitió elegir su familia; los hermanos en la fe en Cristo Jesús, “si consagras tu vida al Señor encontrarás la vida eterna” le dijeron. Al final, entrar al reino de los cielos era su prioridad.

Y es que, eso hacen las religiones, la historia nos lo ha contado; crean y mantienen guerras, saquean pueblos, violentan y matan mujeres, separan familias, arruinan vidas. Durante el tiempo que conocí a mi padre, él dedicó su vida a dos cosas; cuidar en la vejez a su madre de más de ciento veinte años, mi abuela Josefa, y a esperar a la mujer que el Señor tenía preparada para él. Separado de su familia, como si no le mereciera, viviendo de promesas y del pescado que cada vez menos le proveía el río, o “El Mono” como él lo llamaba por su turbio color; por la mera voluntad de Dios, es así como transcurrió su existencia, hasta que su corazón dejó de funcionar.
La sentencia contra mi madre, y también contra mí por nacer, fue decisiva; con ella mi padre abandonó toda responsabilidad. Sin embargo, no se dejó extrañar; siempre estuvo ahí para recordarme que, aunque sin querer, me dio la vida. Con sus visitas sin avisar, lo veía llegar por el patio trasero de la casa de la abuela, antes o después del culto, vestido muy elegante y de optimismo rebosante, sin culpa alguna, como si nada tuviera que ver con él. Tal vez, con sus oraciones a Dios por mí daba por cumplida la labor paterna, sentada en sus piernas, terminaba arrullada con las historias de fe registradas en las Sagradas escrituras y uno que otro cántico de adoración que él mismo componía para su Creador.
Soy Edilma Posada Coterio, busco en la escritura autorreflexiva un lugar para llenar de razones y sentido a la existencia.
PD. Estos escritos son una muestra de ejercicios realizados en el taller de escritura: narrativas autorreflexivas para acompañar la vida. Noviembre – 2022. Educación Continua. Pontificia Universidad Javeriana.
Muy hermoso. A través de tu escrito se siente la necesidad de darle claridad y aceptación a los hechos dolorosos del pasado y como esa niña a pesar de todo y con resiliencia salió adelante.
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Impresionante Edilma. Definitivamente impresionante. Cuan social, religiosa y culturalmente justificadas pueden llegar a ser las vidas, nuestras vidas.
Gracias por plasmar en letras el ruidoso silencio que algunas callamos y que otras gritamos sin ser escuchadas, en ocasiones ni por nosotras mismas.
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